En los años ochenta, las marcas de relojes más deseadas por los jóvenes de aquella inolvidable época en mi natal Bucaramanga eran, hasta donde yo recuerdo, Swatch, Casio y Timex. Obviamente, existían otras muy buenas también, como Tag Heuer, Omega, Cartier o Rolex, pero no recuerdo que mi generación le diera tanto valor a la marca. Yo creo que para nosotros el valor de un reloj tenía una relación más directa con su valor intrínseco, o sea, que valorábamos el hecho de que el reloj sirviera no solo para darnos la hora correctamente, sino también como un accesorio que complementaba nuestra vestimenta.
Me parece que hoy en día es más importante el valor agregado que en esa época, y muy seguramente, que en épocas anteriores. Como economista y como una persona que se dedica a los negocios y al mercadeo, le doy un gran valor a la construcción de las marcas; por eso entiendo que el principal reto de las empresas es posicionar la marca para tener credibilidad en el mercado y alcanzar las metas financieras fijadas.
Igual, pienso que como consumidores debemos ser cuidadosos en la forma en la que valoramos las cosas que adquirimos, o que deseamos adquirir, y las prioridades que tenemos en nuestras familias. No me refiero a abstenerse de comprar determinadas marcas, sino a no darles más valor del que realmente tienen. Me refiero a que seamos capaces de disfrutar las marcas premium a las que tenemos acceso, pero también a sentirnos bien cuando debemos usar marcas modestas o productos genéricos.
Esto me lleva a pensar en las motivaciones que tuve para estudiar economía. Siempre sentí mucha curiosidad por los negocios y por entender cómo las empresas, las ciudades y los países lograban innovar y crecer constantemente.
Toda la vida escuché y leí puntos de vista opuestos, que hablaban de la derecha o de la izquierda, del capitalismo o del socialismo. En mi caso, me cautivó el capitalismo, y considero que la resistencia que tiene en la actualidad (especialmente entre la gente joven) está relacionada con un desconocimiento del significado real de este sistema socioeconómico.
Me explico: para Adam Smith, el capitalismo no estaba basado en una ambición desmedida ni en una mala distribución de la riqueza. Lo que él comprendió (muy genialmente, por cierto) fue la verdadera naturaleza humana. Todas las sociedades del mundo (o la gran mayoría) buscamos optimizar los recursos para maximizar el bienestar colectivo. Esto implica que todos aportemos nuestros conocimientos y nuestras destrezas en el trabajo.
Lo que pasa es que nadie (bueno, casi nadie) decide esforzarse y trabajar jornadas de catorce horas al día pensando en bajar la inflación, reducir las tasas de interés o incrementar el crecimiento del PIB. Cada uno se esfuerza por lograr sus metas y objetivos personales: tener el dinero suficiente para hacer mercado, ahorrar para comprar un carro, una casa o hacer un viaje, o incluso para ayudar a familiares o amigos, etc.
El capitalismo consiste en comprender esta realidad, con el fin de que todos nos esforcemos para lograr lo que deseamos y que la sumatoria de todos esos intereses individuales genere, por medio de impuestos y subsidios, bienestar colectivo. Cualquier sistema que le quite esta motivación a la sociedad nunca estará en capacidad de producir bienestar, ya que es matemática y económicamente imposible.
Lo que no hemos conseguido como sociedad (y me refiero al planeta) es diseñar un sistema que permita optimizar los recursos que tenemos para maximizar el bienestar de todos. No hemos logrado crear el incentivo indicado para que todos nos preocupemos por todos. Las empresas (grandes, medianas y pequeñas) somos el motor de cualquier economía; el Estado únicamente debe garantizar las condiciones que nos permitan trabajar tranquilos, al igual que tener acceso a educación, salud, seguridad, y medios de transporte y de comunicación. Esta ecuación funciona en Colombia y la mayoría de los países del mundo; el problema de fondo lo conocemos todos desde hace siglos: la corrupción.
Les dejo esta brillante y premonitoria frase de Ayn Rand, la escritora y filósofa estadounidense, de origen ruso, pionera del objetivismo: “Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos, sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada”. Es claro: el problema no es de flecha (sistema) sino de indios (gobernantes).