Muchas conversaciones generan una alta dosis de responsabilidad y compromiso, particularmente cuando hablamos de temas trascendentales, ya que nuestras opiniones se convierten para nuestros contertulios en expectativas sobre nosotros, sobre nuestra forma de pensar y de actuar. En este sentido, la elocuencia puede ser una poderosa herramienta para lograr nuestros objetivos o convertirse en una peligrosa arma de doble filo.
Basta con escuchar los discursos de la mayoría de los políticos antes y después de ser elegidos, ya que se hace muy evidente que con sus palabras previas a las elecciones solamente buscan ganarse nuestra confianza y nuestro voto, y que nunca existió ninguna intención de cumplir sus promesas. Esa elocuencia incoherente y mentirosa es, a largo plazo e inevitablemente, una fuente de problemas.
Esta dura realidad no tiene que ver exclusivamente con los políticos, sino también con relaciones sentimentales, relaciones de negocio, relaciones sociales, etc. Aquí podríamos aplicar esa frase que escuchamos en muchas películas y series de acción a la hora de capturar a un bandido o sospechoso de serlo: “Todo lo que diga se podrá usar en su contra”.
Cuando nos rodeamos de gente coherente, es muy probable que estas personas sean virtuosas o brutalmente honestas y arriesgadas. Me explico: alguien que anuncie que piensa y obra bien y lo haga, o que anuncie que piensa y obra mal, es, en los dos casos, una persona coherente, solo que en el segundo caso no hay virtud. En la medida en que podamos rodearnos de personas que sean coherentes y virtuosas, vamos a tener mayores posibilidades de llevar una vida tranquila.
Ahora bien, si logramos combinar la coherencia y la virtud con una pasión genuina por lo que hacemos, vamos a estar muy cerca de lo que podríamos llamar felicidad. Como les decía hace un rato, mi papá podría ser un ejemplo perfecto de esto. No estoy diciendo que él fuera perfecto, pero sí era una persona muy coherente y virtuosa, que amaba lo que hacía.
Posiblemente, el mayor defecto de mi papá fue ser demasiado complaciente con sus hijos menores. O, mejor dicho, ¡conmigo! Siempre he sentido una admiración, respeto y cariño muy grandes por todo lo que mi papá representaba. Era, simplemente, un buen tipo. Hoy en día, ese amor sigue intacto, pero ahora soy muy consciente de los errores que él cometió en mi crianza. Como le decían jocosamente: “Manuel, tú con Juanca sí tienes el no dañado”. ¡Y sí!
Afortunadamente, mi querida madre equilibró la balanza. Ella se encargaba de abrirme los ojos y de hacerme entender que muchas cosas que mi papá me daba y me permitía no estaban bien. Por ejemplo, en esa época era muy común manejar después de haber consumido licor. Para mí, era normal ir a una fiesta o paseo y manejar con unos —o con muchos— tragos encima. De hecho, tuve un par de accidentes como resultado de ese comportamiento, uno de ellos bastante grave, aunque, gracias a Dios, sin mayores consecuencias.
Mi mamá se encargaba de darme largos y, en su momento, molestos sermones, así como de imponerme castigos que yo consideraba muy drásticos e injustos. Ella buscaba que yo me diera cuenta de que actuar de manera irresponsable podría tener graves consecuencias para toda la vida. Actualmente, agradezco a mi querida madre por haberme querido lo suficiente para decirme las cosas con sinceridad y algo de rudeza, aunque yo no entendiera y le reclamara por ser una mamá malvada.
En su momento, nunca lo entendí y mucho menos lo agradecí, pero hoy en día soy consciente de que si mi mamá no me hubiera corregido como lo hizo, muy probablemente yo habría terminado muy mal.
Y no es que crea que soy un ejemplo de vida ni nada por el estilo. Simplemente, pienso que lo que soy hoy me gusta, y pienso que mi papá, mis abuelos, tíos y demás familiares que se han ido ya de este mundo estarían de acuerdo en que estoy haciendo algunos méritos para llegar a ser un buen tipo. O, por lo menos, que soy mejor persona de lo que era hace unos años.