Desde que tengo uso de razón, he escuchado a muchas personas (hombres y mujeres por igual) hablar de lo difícil que es el matrimonio; unos en chiste y otros con total seriedad y convicción.
De hecho, cuando yo tenía unos treinta años, en una reunión familiar en la casa de mis papás, situada en un barrio en las afueras de Bucaramanga llamado Lagos del Cacique, alguien me preguntó cuándo me pensaba casar. Recuerdo que estábamos en una reunión muy divertida y la pregunta tenía un tono que combinaba trascendentalismo y algo de humor. Mi respuesta no requirió mucho análisis, simplemente contesté: “¿Cuál es el afán? La verdad, sigo pensando que no tiene ningún sentido casarse joven a sabiendas de que para la mayoría de las personas el matrimonio no es para nada fácil”.
El sitio de la reunión era perfecto para una tarde de historias amenas, buena comida, algunos tragos y la mejor compañía. En ese conjunto, un lago adorna la vista de la mayoría de las casas, incluida la de mis padres, y entre el lago y la casa hay un jardín con zonas verdes perfectas para ese tipo de reuniones, así como algunos árboles frondosos que hacen del clima de Bucaramanga un verdadero placer. Bucaramanga es una ciudad de poco más de un millón de habitantes, en el nororiente de Colombia, que está en el medio de la cordillera de los Andes, a unos mil metros de altura sobre el nivel del mar. Si a esto le sumamos los olores de las plantas y del lago con la compañía intermitente de las mascotas del conjunto, de algunos gansos y patos, podríamos concluir que el escenario era perfecto.
Nuestra mascota era un imponente, hiperactivo, tierno y cariñoso pointer inglés que se llamaba Simón. Los patos eran sus amigos, los gansos no lo querían mucho y los niños del conjunto eran sus compañeros de juego. Era frecuente que en las tardes tocaran el timbre para pedir que dejaran salir a Simón a jugar con ellos. Al final de la tarde, regresaba a la casa después de varias horas persiguiendo un balón de fútbol, mientras sus pequeños amigos humanos intentaban evitar que él lo pudiera coger.
Ahora bien, volviendo al tema de lo que pienso sobre casarse muy joven, no conozco ninguna estadística oficial al respecto, pero pienso que más de la mitad de los matrimonios terminan en divorcio, y entre los que sobreviven, un alto porcentaje no son precisamente placenteros. Esto lo digo pese a que en mi núcleo familiar mis papás y mis hermanos llevan casados muchos años y, creería yo, han sido buenos matrimonios. Mis papás estuvieron juntos durante más de medio siglo y mi mamá aún extraña a mi papá, que murió hace casi 20 años. Estoy seguro de que él, dondequiera que esté, también la extraña profundamente.
Un día, mi papá me hizo una pregunta que en ese momento no comprendí, pero que vine a comprender realmente muchos años después. Estábamos en un restaurante de un buen amigo de él, que había llegado de Argentina a Bucaramanga en los años cincuenta a jugar en el glorioso Atlético Bucaramanga, el equipo de fútbol de la ciudad.
El restaurante se llama La Carreta, y aunque la comida es espectacular, lo que más me ha gustado de ese sitio es el ambiente. Es difícil de explicar. El restaurante queda sobre una de las avenidas principales de la ciudad, pero al entrar siempre sentía, desde muy niño, que estaba llegando a una especie de parque en el que venden excelente comida, con buen servicio y una sensación de naturaleza en medio del asfalto.
En esa época, en La Carreta se presentaba un trío musical que formaba parte de su esencia. El repertorio musical no era muy variado (hasta donde yo recuerdo), pero para mí, sentarme a contarle historias a mi papá y escuchar las suyas, mientras veía a Los Zafiros cantar boleros y música colombiana, era lo máximo.
La pregunta que me hizo mi papá ese día en La Carreta fue la siguiente: “¿Qué esperas de tu esposa cuando te cases?”.
Yo, sin mayor análisis, contesté: “Que sea cariñosa, generosa, tolerante”, además de un par de adjetivos calificativos que consideré pertinentes.
Su respuesta fue, en mi humilde opinión, brillante: “No esperes que ella sea todo eso sin antes serlo tú con ella”.
Fácil, ¿no? Si nos preocupamos por el bienestar de los que nos rodean, vamos a lograr nuestro propio bienestar. Durante muchos años no le di importancia a esa conversación, aunque siempre la tuve muy presente. Hoy entiendo que, en la mayoría de los casos, la forma de lograr nuestros objetivos tiene que ver más con nuestra actitud que con cualquier otra cosa.
Si queremos recibir buen trato de los demás, debemos tomar la iniciativa. No siempre funciona, pero siempre nos va a hacer sentir bien. Los estoicos llaman a esto ser virtuosos y obrar siempre de acuerdo con lo que consideramos correcto.
Cuando comenzaba mi vida profesional (a los veinticuatro años, aproximadamente), recién egresado de Economía de la Universidad de Illinois (Springfield), en 1995, empecé a afrontar un duro reto que se prolongó por varias décadas de mi vida: no entendía por qué me costaba tanto trabajo mantener relaciones de negocios duraderas con mis clientes y aliados.
Yo siempre he sabido que, si bien soy bueno en lo que hago, aún tenía (y, lógicamente, siempre tendré) mucho por aprender, pero también sabía que no era normal que se cerraran tantas puertas sin ninguna explicación.
Esa situación me llevó a buscar ayuda de profesionales de la salud mental, por recomendación de varios miembros de mi familia. Ellos estaban muy preocupados por mi constante sensación de temor al fracaso, pues los esfuerzos que hacía por sacar adelante mi empresa, que desde siempre ha sido mi proyecto de vida, no daban frutos. Mi preocupación era tratar de comprender (o de saber) si había factores externos que estuvieran entorpeciendo mi desarrollo profesional. La de ellos era hacerme entender que le estaba dando prioridad a mi preocupación y estaba perdiendo el enfoque en mis metas y objetivos.
La verdad es que tanto ellos como yo teníamos razón. Por un lado, yo había perdido el foco, mi constante preocupación me alejaba cada vez más de mis objetivos, me hacía ser más desconfiado, y en general, me estaba convirtiendo en alguien que nunca he querido ser: una persona asocial. Por otro lado, para mí es claro que sí existían factores externos que podían afectar mi desempeño profesional, mis relaciones familiares y sociales y, lógicamente, mi estado de ánimo.
En retrospectiva, pienso que solo en contadas excepciones sentí que esos profesionales de la salud realmente entendían mi situación o que al menos me creían, pero el simple hecho de desahogarme me ayudaba mucho a manejar la situación y a conocerme mejor. Recuerdo que sentía mucha más empatía con los psicólogos que con los psiquiatras, porque para mi personalidad, que tiende a ser muy racional y analítica, es mucho más agradable y lógico comprender el trasfondo de las situaciones, analizar causas y efectos para intentar tomar decisiones inteligentes. En otras palabras, tratar de cagarla menos.
Es posible que haberme desahogado con un familiar o un amigo hubiera tenido el mismo efecto, incluso hasta me hubiera divertido tomándome un par de tragos en vez de pagar esas terapias. Claro que la rigurosidad de destinar un tiempo a la semana exclusivamente a este tipo de análisis se convirtió en su momento en un gran placer, en una especie de válvula de escape.
Sin embargo, hubo un psicólogo que recuerdo con especial agradecimiento y cariño porque creo que logramos conectarnos en una forma muy sincera. Nicolás Chaín es un profesional que me ayudó a encontrar respuestas que llevaba años buscando, pues pienso que las conclusiones a las que llegué me acercaron mucho al estoicismo, no porque crea que soy estoico (ya quisiera serlo), sino porque pensar y actuar de esa manera se convirtió, definitivamente, en mi principal objetivo en mi día a día. Más adelante les contaré cuál es mi forma de ver y de tratar de practicar el estoicismo.
En todo caso, esa experiencia, por dura que haya sido, me enseñó a vivir y me convirtió en un ser más humano. Como “buen católico”, escuché desde muy niño aquel sabio refrán de “no hay mal que por bien no venga”, pero nunca le di mayor importancia a esa frase que transmite una visión optimista de la realidad. Por fortuna, hoy entiendo que la única forma de tener resultados favorables en la vida es cometiendo errores y pasando por situaciones difíciles; además, estas situaciones adversas nos dan la posibilidad de conocernos a fondo.
No creo que enfrentar momentos duros sea motivo de orgullo, por lo menos no en mi caso, pues yo no escogí tener esas experiencias. Simplemente, he vivido como se me ha dado y, gracias a Dios, he aprendido a disfrutar cada instante, incluyendo aquellos que no han sido tan buenos, ya que ser feliz es lo que cuenta para darle sentido a nuestra existencia.
La verdad, mi versión actual me gusta mucho más que mi versión más joven y (créanme) mucho más estúpida. Y no lo digo porque piense que lo que soy hoy es la panacea ni mucho menos, pero sí estoy convencido de que soy una persona más consciente y agradecida. Actualmente, sé que quienes me quieren lo hacen a pesar de mis defectos y los que me odian lo hacen a pesar de mis virtudes. Lo mismo pasa con las personas a las que yo quiero y a las que no quiero tanto.
Esa experiencia, que se extendió por largo tiempo, me dejó numerosas enseñanzas, las cuales, sin excepción, me han ayudado a ser una mejor persona. Habría preferido no haber tenido que experimentar muchas cosas por las que pasé, pero doy gracias a todo lo que he vivido y me ha convertido en quien soy hoy en día.